Doblé la esquina de una calle peatonal atestada de comercios.
Mi mente se ocupaba con cuestiones de trabajo que no vienen al caso, mientras hacía eslalon entre cuerpos que ocupaban la vía y que maldecían una crisis económica que les impedía entrar en las tiendas a gastar compulsivamente.
Me llamó la atención un escaparate y entonces lo vi a él.
Me miraba con cara de asombro e interés, como si hubiera descubierto algo en mí que le llamara poderosamente la atención y quisiera conocerlo a fondo.
Peinaba canas a ambos lados de la cabeza, mientras en la parte superior una mata de pelo despeinado y rebelde le confería un aspecto extraño.
Arrugas en la frente, ojeras y una expresión de cansancio permanente mal disimulada con una mueca forzada.
Me acerqué un poco más sin eludir su mirada curiosa.
A la distancia de un brazo me resultaba vagamente familiar pero no, seguro, no lo conocía.
No me atreví a pronunciar palabra ni él emitió sonido alguno durante el minuto largo en el que permanecimos frente a frente.
Se estableció un silencio cómodo mientras nos estudiábamos.
Enarcó una ceja y me pareció adivinar una sonrisa cómplice a modo de despedida, un “que te vaya bonito” mudo.
Reanudé la marcha sin mirar atrás.
No lo he vuelto a ver desde aquel día pero a veces pienso en él, en lo que le deparará la vida, en si encontrará la paz y cumplirá sus deseos.
En ocasiones paso por la misma calle y me detengo frente al mismo escaparate, pero ya no está allí, nunca volveré a ver mi reflejo de treintañero.
Igualada a 27 de marzo de 2013.
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